sábado, 20 de octubre de 2012

RELATOS (4): EL REFLEJO

Cuando Leo aceptó el reto no era realmente consciente del riesgo que asumía. De haberlo sido probablemente se habría mantenido al margen de esta empresa. Está claro que no lo hizo solo por la copiosa recompensa. En su decisión tuvo un gran peso su glorioso y heroico pasado. La palabra miedo había sido desterrada de su vocabulario. Rechazar la oferta del rey Segismundo III significaría dilapidar y echar por tierra su afamada biografía y eso era algo que no estaba dispuesto a aceptar ni entraba en sus esquemas. Estaba en juego su honor y su valentía y nadie iba a impedirle seguir cosechando victorias y triunfos y casarse con la hija del rey. Nadie.

Leo, el protagonista de esta historia, había nacido muy lejos del lugar donde ahora vivía, el Reino de Usa. De hecho, ni siquiera era de este planeta. Cuenta la leyenda que este apolíneo ser (su aspecto físico era humano) llegó hace 20 años a lomos de un hermoso unicornio negro, alado cual el mítico Pegaso y desde entonces no ha dejado un solo día de peregrinar de reino en reino, ganándose el respeto y el reconocimiento como héroe salvador frente a las más terribles amenazas. Sus armas eran su espada y su escudo y sobre todo su formidable fuerza física, capaz de permitirle salir airoso en un enfrentamiento simultáneo con varios seres de naturaleza hercúlea. Ninguna criatura conocida, ni siquiera las más poderosas fieras ni los monstruos más malignos, había podido derrotar a este guerrero. Dragones, trolls, trasgos, ogros y orcos han formado parte del selecto elenco de víctimas. Sus fabulosas hazañas han sido cantadas, de norte a sur y de este a oeste, por los bardos más prestigiosos, y desde siempre le ha precedido fama de gran amante, motivo por el que es fácil comprender que cualquier dama o doncella de la corte haya deseado yacer con él en algún momento de su vida. Pero el enemigo con el que estaba a punto de enfrentarse ahora no tenía parangón alguno con los que había conocido durante sus anteriores aventuras. El enano Godofredo, el más aclamado de los de su raza, había sido el encargado de informarle acerca de sus poderes, y todo apunta a que no fue capaz (o no quiso hacerlo) de valorar en su justa medida la verdadera dimensión de la amenaza que podía suponer Oel, que así era como se llamaba esta criatura. Quizás intervino en este hecho cierto ánimo de revancha, pues es bien sabido que Godofredo estuvo a punto de morir por culpa de Leo.

El día del enfrentamiento estaba próximo, pero antes de que esto sucediera Leo se acercó a visitar a Cannabio, el oráculo, como si no confiara plenamente en sus posibilidades. Sorprendido por esta visita –era la primera vez- el oráculo le vaticinó su inminente muerte y le profetizó que la misma sería provocada por alguien tan fuerte como él y de su misma sangre. Por primera vez en su vida un escalofrío recorrió su espalda y sintió de repente un sudor frío que llegó a helarle las venas. El oráculo pudo ver el miedo reflejado en su rostro. “Mentís” le replicó Leo. “No hay nadie que pueda derrotarme en este mundo”. Enfurecido, desenvainó su mandoble y de un certero y veloz golpe lo decapitó. La escena del crimen rápidamente se convirtió en un mar de sangre, con el cuerpo sin vida flotando sobre él.

A la mañana siguiente Leo se levantó muy temprano (antes del alba) y cabalgó en dirección a la "Cueva de Los Espejos”, que distaba treinta leguas de su habitual residencia, por tratarse del lugar donde, supuestamente –según la información proporcionada por el enano Godofredo- moraba Oel. En el interior de este paraje se hallaba la “Charca de La Verdad”, justo a la entrada de la cueva. Se bajó de su caballo y se acercó al borde de la misma. Allí pudo verse reflejado en la nítida y lisa superficie del agua y pudo contemplar, horrorizado, su verdadero rostro, deforme y completamente desfigurado –muy alejado pues de su consabida belleza-. Asqueado por la visión, y con su orgullo completamente herido y abatido, se abalanzó impetuosamente sobre el reflejo como si éste fuese un ser animado, con la intención de estrangularlo, y se cayó al estanque. En ese momento recordó las palabras de la profecía del oráculo pero ya era demasiado tarde. Debido al peso de la armadura que llevaba puesta –y a pesar de su resistencia- Leo se hundió en las profundidades del abismo para no ser visto nunca más, y con él también desapareció Oel, que no era más que su imagen reflejada.

Y así fue como acabó para siempre la gloriosa existencia de este héroe llegado del exterior. Tras su muerte regresaron los tiempos difíciles para los humanos, azotados por plagas y por abominables ejércitos de trasgos, orcos y trolls. Todavía es posible escuchar de vez en cuando la “Chanson de Leo” en boca de algún bardo nostálgico y desdentado y alguna que otra dama despistada y entrada en años sigue aún esperando en su balcón la llegada de su príncipe azul. Pero los tiempos han cambiado, ya no quedan oráculos, hace mucho tiempo que a los poderosos les asusta conocer su futuro…