lunes, 6 de agosto de 2012

RELATOS (3): TEATRO

Ayer por la tarde recibí la noticia. En ese momento yo me encontraba en los cines Golem, viendo la última película de mi director favorito, Woody Allen. Al salir de la sala, encendí el teléfono móvil y vi que tenía varias llamadas perdidas. Eran todas ellas de mi hermano y enseguida adiviné de qué se trataba. La salud de mi padre era muy precaria últimamente y mi hermano se encargaba de cuidarlo por las tardes; por las mañanas lo hacía una cuidadora. Mi presagio era cierto, esa misma mañana falleció en su cama de una parada cardio-respiratoria. Tenía setenta y cinco años de edad.

Sin pasar por casa, tomé un metro y me dirigí directamente a la Estación de Atocha. Afortunadamente llegué a tiempo para comprar un billete de ida y vuelta para el último tren de alta velocidad con destino a Córdoba. A las diez y media de la noche ya estaba en mi ciudad natal. Hambriento –me había saltado el almuerzo-, lo primero que hice fue una breve parada para reponer fuerzas en un bar cercano a la estación. Luego, sin más demora, me subí a un taxi y me dirigí al tanatorio.

Cuando llegué allí mi hermano estaba solo, no había rastro de ningún familiar. Teníamos toda la noche por delante para que me pusiera al día de los últimos días de la vida de nuestro padre. De esta manera la espera nocturna se nos hizo muy corta y apenas tuvimos tiempo para tumbarnos a dar una cabezada en el sofá. A las diez y media, tras una breve ceremonia religiosa, nos trasladamos en taxi hasta el cementerio, donde lo inhumaron en la parte más alta de los nichos. Se trató de un acto muy íntimo, de hecho, sólo acudieron al entierro mis tíos maternos y varios amigos nuestros.

Al salir del cementerio mi hermano se encontraba muy cansado y se marchó para tratar de dormir algo. Yo estaba algo más fresco y, teniendo en cuenta el magnífico tiempo que hacía, decidí dar un paseo por el casco viejo, embellecido por sus patios y balcones, en todo el esplendor florido del mes de mayo. Empecé la ruta en la Ronda del Marrubial y me adentré en la Ajerquía por las calles María Auxiliadora, El Realejo y San Pablo, las mismas por las que tantas veces caminé en mi juventud. Al llegar al Ayuntamiento decidí bajar por la calle Ambrosio de Morales, pasando por la Plaza Séneca antes de llegar a la Plaza de Jerónimo Páez. En este lugar me senté un rato a descansar, junto a las enormes casuarinas. Fue entonces cuando todo un cúmulo de recuerdos y vivencias de mi etapa de estudiante de Historia del Arte invadió mi mente. Allí nos reuníamos los colegas, al salir de clase, para charlar de cualquier tema mientras nos bebíamos unas litronas. En esta plaza le dimos las primeras caladas a un porro y nos descojonábamos de risa cuando el THC se nos subía al cerebro.

Antes de regresar a Madrid no quise perderme la oportunidad de visitar las nuevas instalaciones del Museo Arqueológico (sobre todo lo relativo al teatro romano), tal como me recomendó mi hermano. La última vez que entré allí hacía unos diez años. En la entrada me encontré a un recepcionista que conocía a mi padre y me preguntó por él. Cuando le di la noticia de su muerte, el hombre se entristeció y me comentó lo mucho que le apreciaban sus amigos. También me contó que era conocedor de todo lo que había sufrido en su vida. Este emotivo e inesperado encuentro provocó en mí que todo el llanto reprimido durante el funeral y en la noche previa en el tanatorio, terminase aflorando irremediablemente. Con lágrimas en los ojos bajé hasta la parte del teatro. Después de estar un rato contemplando los restos de la cávea y de leer las explicaciones de los paneles informativos, me senté a descansar. En ese momento, cerré los ojos y respiré profundamente. De repente, fue como si retrocediera casi dos mil años en el tiempo. Estaba allí como espectador de una obra en la que se representaba toda mi vida. Al mismo tiempo, yo formaba parte de la misma, como un protagonista más. Delante de mí se fueron escenificando los principales acontecimientos familiares, algunos de ellos completamente olvidados en lo más profundo de mi memoria, así como otros cuya existencia desconocía. Lo que vi y escuché me ayudó a entender mejor las relaciones familiares, y en especial, el papel desempeñado por mi padre y mi hermano (nuestra madre había muerto diez años antes). Justo cuando más feliz y a gusto me encontraba, noté un roce en mi hombro izquierdo, y me desperté sobresaltado. El vigilante de seguridad me instó amablemente a abandonar las instalaciones, era la hora del cierre.

Cuando llegué a casa mi hermano ya se había despertado de la siesta. Me preparé un sandwich de york y queso para el viaje de regreso. Después me despedí de él dándole un fuerte abrazo y le agradecí todo lo que había hecho por nuestro padre en estos últimos años. Dos horas después de subirme al tren, me desperté en la Estación de Atocha. Tomé el metro hasta Plaza de España y me fui instintivamente al cine. No necesité mirar la cartelera. Tenía claro que quería volver a ver la última de Woody Allen. Pero esta vez estaba completamente seguro de que, a la salida, no recibiría ninguna mala noticia.

RELATOS (2): EL PUENTE


No sé a ciencia cierta cómo lo hace, pero el caso es que cada vez que mi amigo Javi sale de casa, aunque sólo sea para ir al quiosco de la esquina a comprar el periódico, casi siempre regresa con un puñado de anécdotas curiosas que contar. Y no me refiero a que se vea inmerso en fenómenos paranormales o encuentros en la tercera fase, ni tampoco que le pasen cosas dignas de salir publicadas en la prensa sensacionalista o del corazón. Más bien se trata de sucesos o vivencias que en sí no tienen nada de extraordinario, que le pueden ocurrir a cualquier persona normal y corriente. A título de ejemplo me gustaría mostrarles un relato en el que se narran las experiencias vividas por él durante su último desplazamiento, tal como me las contó hace un par de días, en el curso de una visita que le hice. Cada cuál que saque sus propias conclusiones acerca de la mayor o menor verosimilitud de los hechos que se exponen a continuación.

A pesar de su gran afición por los viajes, la situación personal de mi amigo le ha impedido últimamente desarrollar esta actividad. De hecho ha pasado varios años sin poder salir de la ciudad de Córdoba, repartiendo la mayor parte del día entre el trabajo matinal y el cuidado de su madre enferma durante la tarde-noche, incluyendo también las correspondientes tareas domésticas. A raíz del empeoramiento del estado de salud de su madre, tuvo que dejar el trabajo y ahora está cobrando el subsidio de desempleo. La repentina muerte de ésta ha supuesto un cambio radical en su vida y –al menos hasta que se materialice su reincorporación laboral- está dispuesto a disfrutar a tope de la libertad de la que goza ahora. A través de las redes sociales se enteró de la existencia de un evento musical que por nada del mundo querría perderse. Me refiero a un concierto de dos de sus cantautores preferidos. Esta excusa iba a suponer el revulsivo definitivo para reencontrarse con su espíritu aventurero, que tanto echaba de menos.

Aunque no cuenta con muchos ahorros en su haber, para celebrar su tan ansiado regreso a la dinámica viajera, no quiso escatimar en gastos y compró un billete de ida y vuelta para el Tren de Alta Velocidad en clase turista. Tuvo la precaución de imprimir previamente los billetes para evitar que le pasara algo similar a lo que ya le ocurriera hace unos seis años, cuando tenía intenciones de pasar un fin de semana en Madrid. Aquella vez no pudo imprimir los billetes en la propia estación porque se olvidó el móvil en casa, y con él el código o localizador requerido para tal acción. En esta ocasión no ha tenido problema con los billetes pero sí con la hora, ya que se le hizo muy tarde y tuvo que salir de su casa echando leches para poder llegar a tiempo. Afortunadamente cogió el tren por los pelos, y gracias a una carrera digna de un atleta olímpico, pudo llegar un minuto antes de que se cerrase el acceso a los andenes, eso sí, con el corazón a punto de salírsele por la boca. Esta situación no era nueva para él, puesto que en el pasado ya había estado a punto de perder varios autobuses, trenes y aviones, por exceso de confianza.

Nada más subirse al vagón correspondiente, se quitó la americana –llegó sudando a causa de la carrera- y sacó del bolso un libro de relatos de Raymond Carver, uno de sus escritores favoritos. Tan breve le resultó el trayecto que ni siquiera tuvo tiempo suficiente para finalizar la lectura del relato que empezó justo al ponerse en marcha el tren (el titulado “Tres Rosas Amarillas”, que narra los últimos momentos con vida de Chejov).

Al poco rato de abandonar la estación de trenes de Málaga, pasó por delante de una pastelería y en ese preciso instante se acordó de la palmera de chocolate que tenía preparada sobre la encimera de su cocina y que olvidó coger, por culpa de las prisas. A pesar del hambre que tenía, se resistió a entrar en dicho establecimiento y optó por aguantar un rato más en ayunas, mientras paseaba tranquilamente por la ciudad en busca del local del concierto.

Aprovechó la caminata para ir mirando posibles sitios para cenar. Si de algo estaba seguro era de la necesidad de llenar adecuadamente el estómago, como condición sine qua non para poder irse de juerga y aguantar la travesía nocturna sin naufragar por los bares del sur. En el trayecto entre la estación y la sala de conciertos, pasó al lado de varios restaurantes y establecimientos de comida rápida (tacos, hamburguesas y kebabs), pero ninguno de ellos le terminó de convencer. Teniendo en cuenta la dificultad de encontrar una carta de bocadillos que incluyera su favorito –el de pinchitos morunos con mahonesa-, consideró que lo más sensato era resignarse y contentarse con todo un clásico de los bocatas made in Spain, que no es otro que el de tortilla de patatas.

Finalmente el azar quiso que el estómago de mi amigo se deleitara con una cena algo más sofisticada. A escasos metros de la sala de conciertos localizó un restaurante marroquí y se le antojó comerse un cuscús de pollo. Tras servirle el plato, pudo comprobar que el nombre del mismo no era quizás el más apropiado. Si bien era innegable que en la parte central del plato había un trozo de pollo (con el primer bocado estuvo a punto de atragantarse con un hueso pequeño), no era menos cierto que la carne estaba prácticamente oculta por la nutrida guarnición vegetal, compuesta por calabacín, zanahoria, cebolla caramelizada y pasas. Tan abundante y generosa era la ración que le resultó imposible vaciar el plato.

Cuando entró al restaurante, él era el único cliente en el salón, pero poco tiempo después, entró una pareja que se sentó en una mesa contigua. Este hecho, aparentemente intranscendente, fue el responsable de hacerle pasar un rato embarazoso, aunque relativamente breve. Acabada la cena, empezó a notar cierta actividad peristáltica en la parte inferior de su aparato digestivo, a la par que descubrió que, si cerraba completamente la puerta del aseo, podría quedarse encerrado. Este detalle implicaba que todo lo que estaba a punto de ocurrir en el interior del aseo podría ser potencialmente escuchado por el camarero y los clientes del restaurante. Para paliar esta deficiente insonorización, mientras estaba sentado en la taza se le ocurrió la idea de abrir el grifo del lavabo, que estaba al alcance de su mano, cerrándolo de nuevo al finalizar el episodio flatulento. Cuando terminó, abrió la puerta del baño y salió discretamente del restaurante, sin mirar a su alrededor ni despedirse del camarero.

El concierto estaba anunciado para las diez de la noche, pero empezó con media hora de retraso. Cuando llegó a la sala -a eso de las nueve y media-, aún no había nadie por allí, y el portero le dijo que las puertas no se abrirían hasta dentro de media hora. En vez de quedarse esperando en la puerta, decidió darse una vuelta por los alrededores. A su regreso se encontró con una decena de personas y a los cinco minutos abrieron las puertas. Se sentó en primera fila, a un metro escaso del escenario, para no perderse ni un solo detalle. Entre el público, de unos veinticinco a treinta años de edad media –mi amigo era la excepción, sobrepasando en un lustro los cuarenta-, no había nadie conocido. Esta circunstancia, lejos de incomodarle, le resultó estimulante al considerarla como un reto para poner a prueba sus dotes de sociabilidad e ilimitada curiosidad.

Los músicos actuaban en su tierra natal después de una buena temporada sin hacerlo y estaban bien arropados por sus amigos y admiradores. A pesar de ello, la práctica totalidad del público asistente se marchó al poco rato de terminar el concierto. Algunos permanecieron el tiempo preciso para acercarse a saludarlos o comprarles una maqueta. Transcurrido un lapso de poco más de tres cuartos de hora desde la finalización del evento musical, la sala se quedó vacía, a excepción del pinchadiscos, el camarero, los cantautores, unos colegas suyos y por supuesto, mi amigo, que se acercó a felicitar a los artistas. No había ni rastro del numeroso público femenino que, tan sólo dos horas antes, se concentraba por allí. Empleando una expresión coloquial muy gráfica propia de un amigo gaditano que tenemos en común, aquello era “un sembrado de nabos”. Ante tan triste panorama, pensó en que sería inevitable tener que activar el plan B, o sea salir de juerga en solitario y aguantar de garito en garito hasta la salida del primer tren, a eso de las siete menos cuarto de la mañana. Aunque en un principio no lo tenían muy claro, los dos cantautores, en compañía de dos de sus colegas, decidieron moverse a otro sitio más animado. Mi amigo se unió al grupo, ya que nadie puso objeciones o se mostró en contra de esto, volviendo a desactivar el plan alternativo.

Después de un comienzo titubeante y surrealista, que incluyó tanto la fragmentación del grupo en dos, debido a un absurdo despiste, como la posterior reunificación, recalaron en un garito conocido con el nombre de “Tierra prometida”, tras descartar todas las opciones previamente visitadas, por diversos motivos. Como anécdota del itinerario, me contó que estuvo a punto de perder la paciencia y mandar a la mierda –emulando al malogrado actor Fernando Fernán Gómez- al relaciones públicas de un pub con el que se cruzó en cuatro ocasiones durante las idas y venidas iniciales, y que no dejó de comerles la oreja para lograr que el grupo entrara a tomarse unas copas en el local que publicitaba. Con su actitud sólo consiguió que dicho local pasara a ser, por supuesto, uno de los descartados.

Bien conocido por Quique y Nacho -los cantautores-, el pub al que finalmente entraron –el único que pisaron en toda la noche- era bastante cutre, revestido completamente de madera, y sin ningún detalle decorativo destacable. La escasa clientela se arremolinaba junto al escenario para ver actuar a una cantaora y una bailaora de flamenco. Además de este dicho escenario antes citado, el local contaba con unas escaleras por las que no dejó de subir y bajar gente cuando el local empezó a llenarse, a eso de las cuatro de la madrugada. A esa hora todos los miembros de la expedición, excepto mi amigo, se batieron en retirada. Las copas que tomaron aquí –de un más que probable garrafón-, sumadas a las ya consumidas previamente, hicieron mella visible en ellos, y consideraron que lo más prudente era irse a la cama. Al día siguiente le esperaba un nuevo bolo, esta vez en la provincia de Huelva. En el momento de la despedida, les agradeció el buen rato que había compartido con ellos y les agradeció su compañía. Evidentemente, aunque se lo estaba pasando bien, en el fondo estaba decepcionado con el curso de los acontecimientos, que no estuvieron a la altura de sus quiméricas y poco realistas expectativas: conocer a alguna de sus amigas en la sala del concierto para intentar después ligar con ella (sin descartar llegar al sexo). Yo, que lo conozco como si lo hubiera parido, sé que no se caracteriza precisamente por sus dotes de donjuán. Y además tenía en su contra que estaba muy desentrenado y falto de práctica.

Para no aburrirse en exceso se apostó en la parte central de la barra del bar, y sentado en una banqueta con una cerveza en la mano, se dedicó a escudriñar todos los movimientos de la única chica guapa que en ese momento se encontraba por allí. Era una chica morena, bajita y vestida con camisa de cuadros y pantalón vaquero. Cuando el bar se llenó de gente, mientras sonaban canciones de música de los ochenta, esta gachí fue abordada por varios tíos –al parecer no mucho más apuestos que él, según me comentó- con resultados negativos en todos los casos. Además de contemplar sus técnicas de evasión frente a las reiteradas incursiones por parte de los típicos ligones, observó con sorpresa la especial querencia que tenía por un grupo de gays treintañeros, con los que bailaba y conversaba alegremente. Como se acercaba ya la hora de irse, mi amigo optó por intercambiar unas palabras con ella. Era consciente que debía aceptar la realidad y desterrar por completo su fantasía de comerle la boca lascivamente. Se le acercó en actitud de curiosidad –exenta de carga erótica alguna- y le dijo: “oye, ¿adónde conducen las escaleras del local?”. Ella, sorprendida por la pregunta, le replicó: “¿de verdad no lo sabes? Arriba hay una sala de billares ¿acaso pensabas que había un picadero?”. Sin saber cómo continuar, puso como excusa unas irrefrenables ganas de orinar para alejarse de la muchacha, y se dirigió rápidamente al baño. A la salida dio un último vistazo a la multitud pero su búsqueda fue infructuosa: la chica había desaparecido. Puesto que ya no existía ningún motivo que lo retuviera por más tiempo en este antro, dio por finalizada su primera incursión en el mundo de la noche malagueña.

La geografía urbana de la ciudad de Málaga era prácticamente ignota para mi colega, con la excepción de los elementos más conocidos, entre ellos la Calle de Larios y La Alameda. Por esta razón la probabilidad de que se perdiera por el laberinto de calles del centro era muy elevada, como de hecho ocurrió. Al salir del pub no tenía ni idea de qué dirección debía tomar para llegar a la estación de trenes. En ningún caso su desorientación era achacable a la concentración de alcohol en vena, ya que sólo cayeron seis o siete cervezas en toda la noche (y para tumbarlo hacen falta bastantes más). Afortunadamente en una plaza cercana al local donde había estado divisó a unos trabajadores del servicio de limpieza y recogida de basura del ayuntamiento y se les acercó para que le indicaran el camino a seguir.

Solucionado este problema, justo antes de iniciar la caminata de regreso se le presentó otro, en este caso de índole fisiológica y de más difícil resolución. Su cuerpo estaba empezando a experimentar un nuevo episodio de flatulencia, esta vez de mayor intensidad, y no había ningún baño cerca. Eran las cinco y media de la madrugada, se encontraba en medio de la calle y la estación de trenes estaba a unos tres kilómetros de distancia (una media hora, aproximadamente, andando). El fantasma del temido apretón callejero acechaba de nuevo. La combinación del cuscús y los gases de la cerveza ingerida estaban causando estragos en su vientre, que se debatía entre espasmos cada vez más fuertes. La opción de subirse a un taxi de los estacionados en la parada cercana era desaconsejable por su alto riesgo, de modo que sólo le quedaba la alternativa de alcanzar su objetivo caminando.

La última vez que le ocurrió algo parecido estaba de vacaciones en Polonia (de eso hace ya nueve años). Después de una noche de juerga y de tragarse a la velocidad del sonido un perrito caliente, se dirigía caminando hacia el albergue juvenil localizado en las afueras de Cracovia. De repente, con las primeras luces del alba, tuvo un apretón sin previo aviso. La intensidad de los retortijones le obligó a reaccionar instintivamente lo más rápido posible, y no tuvo más remedio que bajarse los pantalones. Se puso en cuclillas en cuclillas en un aparcamiento público, con la única protección visual de un coche a cada lado, rezando para que no apareciera en ese momento ningún usuario que lo descubriera en plena acción. Afortunadamente esto no pasó y pudo continuar sin más sobresaltos el resto de su trayecto a pie.

El escenario actual se correspondía con una plaza iluminada por potentes luces, y no le agradaba la idea de que le pillara in fraganti algún sin techo y menos aún que algún juerguista borracho le sacara con el móvil una foto o grabara un video de su culo para después colgarlo en Internet. La idea de hacerse analmente famoso no le atraía demasiado. Se quedó inmóvil, apretando bien el esfínter, y cuando ya pensaba que no había nada que hacer para impedir un desenlace poco glamuroso, su organismo le dio una tregua momentánea y pudo reanudar una caminata que se le hizo eterna.

Unos diez minutos después, cuando se encontraba cerca del río, de nuevo se encendieron las alarmas y presintió que ya no era posible obtener otra prórroga y frenar más la tormenta desatada en sus intestinos. A diferencia del escenario donde se presentó la primera crisis abdominal (la plaza iluminada), donde no tenía ninguna opción de camuflarse u ocultarse, ahora se encontraba en un paisaje urbano mucho más favorable en ese sentido. Esta vez la suerte y el diseño urbanístico de la ciudad se pusieron de su lado. Miró al frente y a ambos lados para ver si había moros en la costa. Una vez realizadas las comprobaciones pertinentes para asegurar la privacidad de la operación, se dirigió al único lugar donde no podría ser visto. Con la dificultad locomotriz inherente a alguien que está sufriendo un apretón intestinal agudo, bajó por una de las escaleras de acceso hasta el río canalizado, para poder situarse justo debajo del puente, fuera de la zona de visión. Evidentemente no estaba en el Edén, pero para él fue una especie de remanso de paz para cagar a gusto, mientras contemplaba el lento fluir del escaso caudal del río. El pavimento estaba asqueroso, pero sorprendentemente no tuvo que sortear ningún excremento, circunstancia que agradeció. Al subirse los pantalones se le cayó al suelo la cartera, que milagrosamente (por cuestión de centímetros) aterrizó sobre terreno despejado. Cuando acabó la faena, subió tranquilamente por la misma escalinata por la que bajó, y antes de cruzar el puente y reiniciar la marcha, echó un último vistazo al escenario.

A la estación llegó con bastante tiempo de antelación, algo inusual en él (aún faltaba media hora para la salida del tren), y por ello se puso a dar varias vueltas en el interior de la misma. En el momento de subirse al tren aún faltaban casi diez minutos para salir. Cuando el tren partió de la estación –lo hizo con puntualidad británica-, él ya se había quedado dormido y así estuvo todo el trayecto.

Hasta ahora, siempre que emprendía un viaje me dejaba guiar principalmente por los aspectos estéticos de las ciudades a la hora de elegir mi destino. Sin embargo, después de conocer los hechos aquí relatados he cambiado radicalmente de parecer. Ahora opto por darle prioridad a los aspectos prácticos y funcionales. ¿Hay en las ciudades alguna estructura arquitectónica más práctica que un puente? Yo al menos no la conozco. Borges no podía concebir un mundo sin libros, pues bien, nosotros (mi amigo y yo) no somos capaces de concebirlo sin puentes.