lunes, 24 de diciembre de 2012

RELATOS (5): EL ESPÍRITU DE LA NAVIDAD

Anoche me acosté en la cama de mi casa de Belén (Palestina), en vísperas de la Navidad del año 2016. De esto estoy seguro. Sin embargo, esta mañana he podido comprobar que he amanecido en otro tiempo (año 2012) y en otro lugar (Córdoba, España). En un principio pensé que aparecer en esta ciudad, en vez de en Siberia o cualquier otro lugar de la Tierra, era algo meramente casual, y no había que buscarle ninguna explicación esotérica. Pero ahora estoy empezando a encontrarle sentido al hecho de regresar a la ciudad donde nacieron mis padres. Ellos decidieron exiliarse voluntariamente tras la victoria en las elecciones municipales de 1993 de un popular empresario metido a político, que casualmente se llamaba como yo. Conociendo su idiosincrasia, optaron por no ser testigos directos del previsible caos urbanístico que se avecinaba ni tampoco del declive cultural, y sin pensárselo dos veces tomaron rumbo a Oriente Próximo. Después de varios meses de peregrinaje por estas áridas tierras recalaron en la ciudad de Belén, lugar donde yo nací a los dos años de su llegada. A diferencia de Jesucristo, a mi madre no la dejó preñada el espíritu santo; si nos atenemos a su versión, ella cree que fue el mismísimo Arcángel San Rafael –venido desde Córdoba-, aunque tiene pocos visos de verosimilitud, puesto que, al parecer, en el momento de mi concepción, estaba muy colocada por la ingesta de hongos alucinógenos.

Como he dicho al comienzo de mi relato, vengo del futuro, en concreto del año en que mi país adquirió por fin el tan ansiado reconocimiento como Estado, aprovechando como coyuntura que tanto Israel como Palestina y el resto de Oriente Próximo acababan de abrazar el Budismo (las tres religiones monoteístas entraron en claro declive). De este curioso –e imprevisto- modo desapareció de raíz la secular animadversión existente entre musulmanes y judíos, que había sido enemiga de cualquier negociación por la vía diplomática y pacífica. Por otro lado, en dicho año Belén defendió con brillantez la capitalidad cultural europea, concedida a esta ciudad por un grave error del jurado. Es incomprensible que una ciudad que ni es europea ni llegó a presentarse a la convocatoria, pudiera terminar arrebatándole de este modo la designación a la ciudad española de San Sebastián, que era la favorita. Surrealismo en estado puro.

Volviendo al presente, me he despertado en una antigua taberna muy concurrida, cercana al edificio del Ayuntamiento. Después de unos segundos de desorientación absoluta, reparé en la situación en la que me hallaba. Allí estaba yo, junto a la barra del bar, sentado en un taburete, con un relato en mis temblorosas manos, dispuesto a leerlo ante un nutrido y enfervorecido público. Tras instarme a beberme un chupito de anís seco, fui coronado con unos absurdos cuernos de reno por la maestra de ceremonias. Según pude comprobar después hablando con los dueños del local, me encontraba en el curso de un evento literario bautizado como “Operación Polvorón”, organizado por un conocido colectivo literario de la capital cordobesa. El caso es que el texto fue obsequiado por numerosos aplausos, y su lectura interrumpida por las sonoras risas que provocó en el público.

Lo más curioso de todo esto es que me hallara inmerso en un acto inspirado por la Navidad, teniendo en cuenta que en la época de la que yo procedo –no sólo en mi país- está prohibida cualquier celebración navideña, que se considera delito penado con prisión. De hecho, no deja de ser rocambolesco que en la mismísima ciudad de Belén te puedan meter en la cárcel por montar en tu casa un belén o por decorar un árbol de navidad. Aunque lo peor que te puede pasar es que te invada y posea el espíritu navideño. En estos casos el Código Penal contempla el eximente de posesión navideña y puedes librarte del ingreso en una penitenciaría. Para controlar a los adoradores de las costumbres y del buen rollo navideño, las autoridades del futuro han creado cuerpos especiales de élite multifuncionales. Igual que intervienen con funciones represivas estrictamente policiales pueden hacerlo también como un cuerpo de bomberos, desempeñando tareas puramente destructivas inspiradas en la novela “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury, dedicándose a quemar cualquier objeto relacionado con esta festividad (belenes, niño jesús, Santa Claus, Papa Noel, grabaciones de villancicos, zambombas, panderetas, botellas de anís, muñecas de Famosa, etc).

Yo puedo hablar con conocimiento de causa, pues estuve trabajando en dicho cuerpo. Y debo reconocer que con el tiempo llegué a disfrutar plenamente con mi trabajo. Quemar cedés de villancicos era la actividad que más placer me proporcionaba, incluso a veces llegaba a experimentar orgasmos múltiples (algo impensable en mis anodinas relaciones sexuales cotidianas de frecuencia anual). Intenten imaginar el tremendo problema que supuso para mí y para mi entorno familiar (estaba casado y con hijos) el hecho de ser invadido repentinamente por el espíritu navideño. Fue una experiencia realmente desagradable. Para empezar, perdí mi trabajo y a mi mujer, así como la custodia de mis hijos. Pobres víctimas inocentes, mi relación con ellos ya nunca fue igual, nunca se recuperaron del shock traumático provocado al ver a su padre vestido con un ridículo traje rojo con relleno y una larga barba blanca, diciendo a voz en grito “ho ho ho” y tocando una campanilla. No pueden imaginar lo mucho que llegué a sufrir cuando, de repente y sin previo aviso, mi cara comenzaba a mostrar una sonrisa imperturbable, me volvía amable con todo el mundo, me enredaba en una imparable espiral consumista y me ponía a cantar villancicos durante horas. Al escucharme, la gente que estaba a mi alrededor cuando sufría los ataques sufrían desmayos, vómitos e incluso entraban en coma. Quizás la actividad que más me gustaba cuando era invadido por el espíritu de la Navidad era la de poner petardos en los portales, cuanto más gordos mejor.

Para curarme de este mal, durante todo el tiempo en que estuve poseído, tuvieron que practicarme periódicamente una especie de exorcismo (conocido con el nombre de “christmorcismo”). Este tratamiento, de abusivo coste, no estaba cubierto por la Seguridad Social, de modo que tuve que terminé casi arruinado para poder pagarlo. Sin duda mereció la pena, ya que una vez que uno se cura de este mal se inmuniza para siempre. A pesar de todo no me readmitieron en el cuerpo policial y tuve que buscarme un trabajo como guía turístico en la vecina ciudad de Jerusalén, especializado en grupos de jubilados, con los que a en ocasiones organizábamos simulacros de “intifadas” y de construcción de muros.

Según cuentan los libros de Historia, todo este frenético activismo globalizado de lucha combate contra la Navidad que caracteriza la época futura de la que yo provengo, empezó el año en que los duendes del Círculo Polar Ártico se declararon en huelga indefinida. Éstos reclamaban un aumento del sueldo y una reducción de la jornada laboral, y nunca llegaron a un acuerdo satisfactorio. Para colmo, todos los renos de Laponia se murieron a la vez debido a la combinación de una epidemia de sarna y una gran hambruna que asoló este territorio boreal. Santa Claus, al no poder llegar a cumplir los sueños de los niños, fue despedido (le dieron una paupérrima indemnización) y desterrado al desierto del Sahara, a un pisito de 5 m2 sin aire acondicionado ni agua corriente, sin conexión a internet y sin bares en 1.000 Km a la redonda. Ni siquiera la mediación de las fundaciones más rentables en España ni un mensaje desesperado de Santa Claus al facebook de los Reyes Magos de Oriente -pidiéndoles ayuda ante esta situación de emergencia- pudo contener la ira de los padres de los niños, que decepcionados por no recibir sus soñados regalos, fueron renegando poco a poco de estas fiestas, otrora alegres, hasta que cayeron en el olvido y finalmente en la prohibición. Además, el año siguiente los Reyes Magos tuvieron que abandonar también su tarea, no por culpa de la prima de riesgo, sino por las numerosas denuncias por daños y lesiones provocadas durante la cabalgata del día 5 de enero (algunos, al parecer, perdieron un ojo o quedaron en coma tras el impacto de un caramelo); en cualquier caso se acercaba ya su edad a la de la jubilación, que para los miembros de las casas reales orientales estaba establecida en la nada desdeñable cifra de 2.000 años de edad.

Es una lástima no haber viajado en el tiempo con mi lanzallamas. Habría disfrutado mucho prendiendo fuego a vuestros relatos y poemas, así como a vuestra ofensiva indumentaria. Pero ahora me preocupa encontrar una manera de salir de aquí y regresar al futuro, no tengo ni idea de cómo hacerlo. Bien pensado, quizás lo mejor sería relajarme, y mientras se me ocurre una solución, ir de taberna en taberna, aprovechando que aquí no está prohibido el anís ni el orujo. Eso sí, deberé tomar mis precauciones y buscar una farmacia de guardia para comprarme unos tapones para no tener que escuchar vuestras desagradables y estruendosas cantinelas navideñas.

Ahora mismo no os puedo desear una Feliz Navidad, lo siento, porque esto iría contra mis principios, pero quizás las cosas sean diferentes dentro de tres o cuatro horas, si nos volvemos a encontrar en otra taberna, ya en plena fase de exaltación de la amistad. A lo mejor, quién sabe, las bebidas espirituosas se ponen de mi parte y me ayudan durante la meditación a alcanzar la ansiada iluminación que todos los budistas queremos lograr…